
La vi en un póster. La virgen del Dönner Kebab de la calle Atocha (Madrid), un tugurio regentado por bangladesíes. Era un panfleto el que se llamaba a los feligreses a la oración, firmado por una parroquia de la que no llegué a retener el nombre. Pensé que María, triste, desconsolada -en primer plano su obsceno dolor-, acompañada por el incienso de la fritanga y la comida rápida, vertía lágrimas por la muerte de su hijo, Jesús- muerte obscena a semejanza de las fotografías del tal Montoya.
¡Duro debe ser perder a un hijo de este modo cruento; a latigazos, humillaciones, clavos, espinas, lanzas, escupitajos, pupas y máculas, fístulas, y sangre, y ríos de vino, de miasmas, y estigmas, eternos! A Mel Gibson-los detalles-me remito: a su Pasión de drugo, zumos de naranja mecánica. Y lo angustioso de que sea televisado en la misa dominical- día de descanso para aprender una lección de ultraviolencia-, y lo duro del dedo en la yaga: millones de Tomasitos reviviendo el gran asesinato público de la historia, de Roma a Quito, de Manila a Camerún.
Pero, más tarde, entendí que la Virgen del Dönner no lloraba por su hijo, sino por los miles, qué digo, millones de muertos que vendrían más tarde, siglo a siglo, en su nombre. ¡Lo duro que es perder a la humanidad así, por la (des)gracia del hombre...! A Mel Gibson me vuelvo a remitir. Del dolor de Cristo, la única lección fue el sadismo. No nos puedes perdonar, sabíamos lo que hacíamos. Mi amigo ateo-musulmán, y yo, un creyente-deformado, tomamos la eucaristía del cordero y del ketchup. Y regresamos a casa, taciturnos, sin una sola lágrima por vertir. Hágase la indeferencia, así en la Tierra como en el Cielo.
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