domingo, 1 de abril de 2007

Pedos que matan

Hoy me tiré un pedo. Y cual comanche al asesinar al hermano ciervo pedí perdón a Pacha Mama. Me arrodilé en las valdosas. Compungido, exhorcité mi culpa. No fue un gran pedo. En catalán a este tipo de flatulencia las denominan con el onomatopéyico llufa: alargadas, silenciosas, irrefrenables, delatoras, dinámicas, plásticas, y, a veces, líquidas. Quise, lo juro, detenerla. ¡Quieta!, le dije a mi llufa. Amo a Pacha Mama tanto como tú: eres producto de mi intestino, y por ello también de la Tierra, deberías mostrar el mismo respeto que yo hacia ella. Pero no pude detenerla: los pedos nunca entran en razones, siempre llevan la contraria y aparecen en el momento preciso. Son artistas del skecht escatológico, maestros del escarnio, jocosos bufones empeñados en demostrar que el rey sigue siendo humano. Y se escapó. Tosió: un pluf de serpiente. Un pasito más hacia la catástrofe, pensé. Es el defecto mariposa, la peste mariposa, la mierda de todas las mariposas.

Prometí no pederme en vida. Una vez muerto, mis gases no me pertenecen: la metaresponsabilidad es del gusano. En vida no volvería a peder.

Y recordé a las pobres vacas que participan con sus millones de pedos y esculturas de estercolero en un 5,75% de las emisiones de gases nocivos.

Reventar o salvar el clima. Una vaca lechera emite en un día lo mismo que un coche en unos 50-60 kilómetros. Y nuestros pedos, metano. Y nuestras ciudades, pastos de desforestación.

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